miércoles, 29 de noviembre de 2017

Julio Bepré


Sueños

Ha pasado mucho tiempo y hoy por casualidad crucé la calle donde aún existe la casa en que vivías. Recuerdo que eras hermosa, y además tus breves diecisiete años anticipaban una magnífica realidad de mujer. Te aventajaba sólo en tres, y ante ello albergaba un ingenuo sentimiento de protección hacia vos. Tu alegría permanente, tu serena curiosidad, hacían que todo se albergara en mi alma. Yo era más bien tristón y reflexivo y por eso guardaba cuidadoso cada gesto tuyo, cada palabra que decías porque me aligeraban los tristes instantes de mi persona.
Eras sincera y algo gratamente impulsiva, pero casi al momento reaccionabas y volvías a la agraciada compostura de quien se ha permitido una incorrección ligera. Nos reuníamos casi siempre en la plaza cercana a tu domicilio, y no nos cansábamos de conversar, contándonos nuestras vidas, confesando logros y vacilaciones. Nuestros allegados sostenían que estábamos de novios, y a mí la idea no me disgustaba. Una vez dijiste con un rictus levemente severo: -¿Sabés? Soñé que dentro de poco me iré de aquí pero no quedó claro por qué ni hacia dónde…
No me agradó el sueño y nada te dije, y sin saber la razón subió por mi ser una fuerte y extraña inquietud, porque también yo había soñado que te marchabas.
No pasó mucho tiempo cuando nuestros encuentros se interrumpieron por un viaje que hice y que impuso un momentáneo alejamiento. Y todo sucedió después velozmente: sufriste una peritonitis fulminante y te ausentaste sin que pudiera despedirte. Cuando fui al velatorio no quise ver tu rostro, pues quería conservar aquella imagen fresca de siempre.
Eras hermosa como ahora. Yo continúo tristón y reflexivo, pero vos me alegrás grandemente cuando arribas a mis sueños y hablamos largamente, volviéndose lozano como antes cada instante que ahora me corresponde esforzadamente vivir.


El ángel

No imaginé nunca nada sobre la vecindad atroz del humo y el fuego, del ardor profundo en la garganta y de la mirada cegada por el aire, cada vez más enrarecido.
Nada sabía de la cercanía de la muerte, del temor de que sueños y esperas, recuerdos y sentires terminaran carbonizados junto con mi cuerpo sin la espera ya de un pronto y posible milagro.
El fuego en tanto avanzaba en medio de alaridos desesperados, y ventanas transpuestas por quienes se tiraban al vacío, y puertas cerradas herméticamente y el llanto próximo de quienes caían sobre mí con todo su peso.
Alguien me ayudó a incorporarme. Fue un hombre alto y corpulento que simplemente me dijo:
-No se aflija; ya se aplacarán las llamas. Tengo experiencia y algo conozco de estos hechos-. Casi antes de terminar sus palabras rompió con decisión la ventana más cercana, y tomándome en sus brazos se lanzó al espacio depositándome luego suavemente en la hierba.
Sin ya saber nada de mí, extenuada y aturdida aún por la angustia, alcancé a escuchar:
-Ya pasó todo. Tranquilícese ahora.
Lo alcancé a divisar como a los diez metros, y vi entonces que fulguraba paulatinamente y que le crecían alas en sus espaldas.
Comprendí entonces que había obrado la clemencia. Sí, había obrado la más alta clemencia y en forma directa y llana.


Del libro del autor: Medida del asombro. Ediciones La Luna Que, 2015

Julio Bepré
Poeta de Córdoba. Reside en Buenos Aires, Argentina 

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