miércoles, 29 de noviembre de 2017

Martha Goldin


*  *  *

Veo luz en tu ventana y abro la puerta.
Extraño esto de encontrarme. Porque soy yo, de eso estoy segura.
Pero también aquélla.
¿Cómo contarme qué pasó durante estos largos años?
Soy yo a los dieciséis de esta muchacha.
Y hace mucho tiempo.
Temo que me pidas explicaciones y será difícil dártelas.
No cuentes conmigo para las confidencias. No me gusta extenderme en detalles sobre mi historia. Inevitablemente la irás viviendo.
Ambas sabemos lo que sufrimos. Vos en estos momentos. Yo arrastrando aún aquéllas y las que, por mis convicciones, provoqué.
Sin embargo algo debes saber. También hubo buenos momentos que sabrás vivir intensamente. Porque sos así.
Capaz de llorar con todo. Capaz de reír hasta las lágrimas
Capaz de amar con todo. Y des-amar también. Te lo aseguro.
Ahora noto que estás cansada, te vas desvaneciendo entre las sombras.
Hubiera deseado abrazarte como a una hija, decirte que vivir vale la pena.
La luz se va apagando. Tu luz se va apagando.
Abro la puerta. Resignada voy al encuentro de esta tarde húmeda de invierno.



Autopista del Pacífico Sur – Los Ángeles

Me gustaba caminar por Torrance. Me gustaban esos días en los que iba reconociendo calles, el barrio cercano al mar, las casitas. El aroma a jazmines impregnaba todo y cuando caía el sol se enrojecía el cielo, siempre celeste. El paisaje, mágico, parecía otro. Cruzaba el Highway y caminaba tres cuadras hasta el semáforo. Y tres más hasta divisar la casa baja y extensa, con su prolijo cartel Library de Torrance. Allí usaba la computadora. Solía atenderme una mujer muy gorda y rubia, de aspecto común. Una tarde sentí, molesta, que no dejaba de observarme. Me acerqué le pedí un libro y vi el miedo en su mirada. 
- He soñado anoche a noche contigo -me dijo- hace años que te sueño y te temo. 
Creo que en ese momento no la comprendí. Acaso pensé que estaba loca:
De todas maneras ser parte del delirio de una obesa bibliotecaria californiana no me atrapaba, pero debo reconocer que sus palabras me inquietaron.
Algo en el silencio de la tarde, el hechizo que emanaba de ese ocaso y el aroma penetrante de los jazmines me estremecieron.
Resolví no ir al día siguiente y aprovechar esas horas visitando Palos Verdes, un pueblo enclavado en las colinas, fascinante con sus enormes palmeras sobre el mar. Un par de días después creí olvidadas las extrañas palabras de la californiana y volví a la biblioteca. Allí, como siempre, estaba ella que casi no contestó mi saludo.
Ya en la computadora abrí e-mails. Eran recuerdos de mis colegas por el Día de la Mujer, encuentros literarios, concursos. Lo de siempre. Creo que fue en esos momentos cuando sentí que la silla en la que estaba sentada crujía. Si, fue entonces que una sensación de extrañeza me invadió. Como si me estuviera desintegrando. Me levanté lo más rápido que pude y observé el espejo de la entrada. Entonces me vi, definitivamente me vi, incómoda en el voluminoso cuerpo de la bibliotecaria californiana, siniestra en la imagen que me devolvía el espejo y que me acompañaría desde ese momento. 
A veces, entre lágrimas, recuerdo mi casa en Buenos Aires, mis seres amados, mis libros. A veces, mientras cierro la library a las ocho de la noche en punto y aburrida doy por finalizado el día, subo con dificultad mi voluminoso cuerpo al auto y me alejo, entre lágrimas, comiendo donut.


Martha Goldin
Buenos Aires, Argentina

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