jueves, 26 de marzo de 2015

Ana María Godoy

Las máscaras

Ese rostro del tiempo que se parece al mío
maltrecho bosque de azuladas venas
bajo la piel desesperada,
bosque de fino musgo nunca hollado
ardiendo en la humareda de las tardes,
pálida grieta absurda
que busca ciegamente la lisura del beso,
la lozanía sin prisa de la lluvia en los labios.
Ese rostro
tan mío y tan ajeno
el que sonríe en las fotografías
sobre un puente de piedras milenarias
o llora en soledad junto a un arcángel,
el remoto asesino de todos los perdones,
el fabricante gris de los olvidos
viejo hechicero, amigo de las tramas secretas
inapresable huésped del espejo
que cambia a cada instante
siempre el mismo y distinto.
Argamasa de sangre, duda y lágrimas,
mi rostro descarnado
¿deberé abandonarlo en una esquina
una noche cualquiera, como una máscara vacía?
¿Y todo aquel dolor, aquella euforia,
los implacables odios o los tiernos amores,
continuarán su danza en la ceniza
o intentarán fundirse en otra máscara?
La fiesta ha terminado. Cae la noche.
Fluye el río hacia el mar con dulce calma
o violento deseo.
En sus aguas se duerme la ansiedad de las máscaras.
No perturbe un suspiro, ni un latido siquiera
de sangre empecinada,
el más bello de todos los silencios…


Horas solitarias

Las horas solitarias
son diminutas lágrimas de niebla
sobre un cristal esmerilado.
Resbalan sin cesar hacia la nada.
Se unen a sí mismas
se entrecruzan
se aquietan, se estremecen
se abrazan al silencio.
Se convierten en ramas delicadas
en formas misteriosas
en fantasmas.

Una mano de amor enjugaría
la humedad de sus marcas y desvíos.
Una palabra a tiempo,
un soplo de alegría o de esperanza
cambiaría su destino de caída,
convertiría en capullos
sus ramas descarnadas.
Pero en tanto sean lágrimas de niebla,
las horas solitarias
diminutas, precisas,
seguirán resbalando hacia el abismo
sobre un turbio cristal esmerilado.


Un cántaro ciego

En el cántaro ciego de la noche
resuenan voces que acalló el olvido.
Remota sinfonía de notas discordantes,
latido de relojes infinitos.
El aullido de un perro vagabundo,
temblor de hojas en el aire tibio,
un estremecimiento de las cosas inertes
hace crujir el alma de los muebles antiguos
y en la pálida luna del espejo
sombras furtivas claman contra el vidrio.

En el cántaro ciego de la noche
con ancestral temor nos sumergimos.
Es tan hueco y profundo…
                              No hay refugio
para albergar los sueños fugitivos.
Flotamos sin caer.
                             Miedo y congoja,
como quien baja al fondo de un abismo
y entre el negro silencio y la distancia
vislumbra perturbado
                        la sombra de sí mismo.


Ana María Godoy
Banfield, Buenos Aires, Argentina

       

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