viernes, 4 de abril de 2014

Viviana Walczak

El aviador

Andrés no era un hombre diferente de los demás, pero poseía ese toque viril que tanto atrae a las mujeres. Su fuerte personalidad y el riesgo que presuponía su actividad, acentuaban su magnetismo. Era comandante de aviación. Surcaba, temperamental, el firmamento y abarcaba en su feliz vuelo, todos los mares. Y entre cielo y mar, en cada aeropuerto surgía un nuevo amor… Lamentablemente, su seducción desaparecía cuando sus conquistas descubrían la extrema vulnerabilidad que los encantos femeninos ejercían sobre él. Su primera esposa, una bonita azafata inglesa, ante sus continuas infidelidades optó por abandonarlo y regresar a Inglaterra. Para Andrés siguieron años de libertad y amoríos fáciles hasta que conoció a Helga, una bellísima abogada alemana de profundos ojos azules. En pocas semanas se casaron y partieron rumbo a la Argentina, tierra de donde era oriunda la madre del piloto. Enamorada, su esposa lo dejó todo: patria, familia, amigos, profesión… y lo siguió hasta el fin del mundo. Para ella, que había crecido en la vieja Europa, establecerse en Buenos Aires, significaba arribar al confín de la tierra. Cuando llegó, se encontró con una idiosincrasia, una raza y un idioma tan diferentes que no sólo le impidieron adaptarse, sino que la hicieron sentir totalmente segregada.
Entretanto, Andrés había retomado las antiguas costumbres amorosas, incrementando el séquito de su harem con una innumerable cantidad de conquistas. La soledad y tristeza de Helga se agravaron con el tiempo. No había logrado formar nuevas amistades y las que habían quedado en Alemania, poco a poco, dejaron de escribirle, inclusive Hans, su hermano, había espaciado la correspondencia.
- ¡Cosas de la distancia…! - se repetía - intentando tranquilizarse. ¡Extrañaba tanto a Hans! Ese compinche grandote, que tanto la protegía… Él nunca quiso que se casara con un extranjero y siempre le decía:
- Hermanita, recuerda que los hombres y los bueyes deben ser de tu tierra… ¡Comprendía cuánta razón había tenido, pero ya no podía volver atrás!
Siguieron pasando las estaciones y, una vez más, llegó el invierno. La escarcha dejó mustias a las plantas y los árboles desnudos mostraban sus brazos descarnados e implorantes por doquier. Se sintió más desamparada que nunca en la tierra inhóspita, mendigando siempre una limosna de afecto.
- ¡No me dejes sola por más tiempo, no puedo seguir viviendo de esta manera…! - le suplicó una noche a Andrés que había regresado de uno de sus viajes. El hombre, compasivo, le acarició la cabeza paternalmente y luego, rendido, se tendió sobre la cama y se durmió enseguida.
A la mañana siguiente, lo despertó estridente, el minúsculo despertador que chillaba sobre la mesita de luz. Se levantó tardo, tropezando con sus propias pantuflas. Se higienizó y se vistió con pereza. No tenía deseos de ir a trabajar. Se abotonó con la mayor parsimonia la elegante chaqueta del uniforme. Se ajustó la visera de la gorra hasta encontrar la ubicación exacta. Desde el cuarto veía a Helga, sentada en el sillón del living, melancólica y con la mirada perdida hacia el jardín de la casa, como solía hacerlo cada vez que tenía que irse de viaje.
- ¡Justo hoy, que estoy tan demorado, tendré que soportar otra ridícula escena de celos…! Trataré de calmarla. Después de todo, comprendo que está muy sola - pensó con fastidio.
- Escucha Helgus… - así la llamaba cuando intentaba hacerse perdonar - este viaje será más corto y en una semana estaré de regreso. Te llevaré a cenar al mejor lugar de la ciudad…
Volvió a ajustarse la gorra y sacó un fresco clavel del florero que estaba sobre la cómoda. Siempre había en algún lugar de la casa un pimpollo recién cortado para él… Le agradaba ese recibimiento tan delicado y especial.
Se acercó a ella con la flor en la mano y le acarició el bello rostro … Apenas le rozó la cara, Helga se desplomó sobre la alfombra. Tenía los hermosos ojos azules inanimados y su mano, todavía apretada, retenía un frasco de veneno vacío. Se habían terminado sus angustias… Ahora, la soledad era toda para Andrés.


Del libro La curandera de Ibicuy, Creadores Argentinos, Buenos Aires, 2009


Viviana Walczak. La Lucila, Buenos Aires, Argentina


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Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo.
William Shakespeare
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