miércoles, 21 de octubre de 2009

Maximiliano Sacristán

-Luján, provincia de Buenos Aires, Argentina-

La conservación de los hábitos


Para no perder nuestra tradicional cena familiar en el patio, todos los años contratamos a los mejores imitadores (aunque ellos prefieren que los llamemos replicantes). Desde las estrellas hasta las cotorritas que se chocan contra el farol -y también el farol, claro- o el rocío de la madrugada, que se materializa cuando la guitarra de sobremesa comienza a borronearse. En fin... todo lo recordamos, y todo lo exigimos. Ellos son los mejores, y nosotros lo queremos como antes. Tal cual. Por eso cada verano -o esa serie de sensaciones que recordamos como “verano”- los replicantes nos garantizan una auténtica comida al “aire” libre. Le aseguro que si usted no mirase con microscopio el vientre de algún cascarudo jamás se enteraría de que son una fidelísima imitación hecha por la empresa.


En la casa de cinco pesos I

Como todas, esta Casa también se reserva el derecho de admisión y permanencia. Aunque lo cierto es que jamás cliente alguno fue admitido del todo, ni -y esto es lo más terrible para el honor de las pupilas- nadie ha permanecido completamente en este refugio de tentaciones vacías: esposas, madres, pruritos morales, doctrinas religiosas o represiones de la infancia vulneran todo el tiempo a las jactanciosas leyes que la madama cree imponer.


En la casa de cinco pesos III

Los clientes que se acercan por el aviso clasificado no dudan en solicitar los servicios de la “especialidad” de la Casa: la mujer de los senos de sandías. Y aunque se sorprendan al verla aparecer, jamás sospecharán que se trata de una sustituta más o menos bien improvisada. Hace una semana que la verdadera, boca abajo, ha renunciado a despegarse del suelo; tan fuerte han prendido sus raíces.


El que vuelve

Él regresa. Como todas estas noches, yo fui quien lo ha invitado. Y otra vez está en la cocina con sus anécdotas que nos sabemos de memoria y sus reproches acerca de lo poco que limpiamos la casa. Entonces pasa lo de siempre. Yo ya no lo soporto y lo echo: nuevamente me veo gritándole, empujándolo (¿pero hacia adónde?). Mi enojo es comprensible; abuelo está muerto y ya no tiene nada más que hacer en mis sueños.


Delirio mientras se espera

En el edificio público, la cola frente a la ventanilla va creciendo a la par de nuestro fastidio. Delante y detrás de mí empiezo a escuchar las consabidas quejas: que son unos incapaces, que el acomodo, que habría que putearlos, que si el fuego...
El frenesí se expande rápidamente a las otras colas que, a ambos lados, también aguardan frente a sus ventanillas. Ahora los honorables ciudadanos nos hemos metamorfoseado en los anillos de unos tentáculos que se retuercen en el aire, se elevan con burocrático furor por sobre los mostradores y nos hacen rodear por la cintura a esos empleados públicos ineficientes que nos tienen esperando desde las ocho en punto.
Con el apriete, los cajeros mejoran su productividad como jamás repartición estatal alguna se lo hubiera imaginado. Luego la cola se disgrega y cada eslabón se marcha por su lado, urgido como lo estamos por continuar con nuestras obligaciones.


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La mayoría nunca tiene razón.
Henrik Ibsen

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2 comentarios:

  1. Muy buenos textos, muy interesantes y originales.
    Saludos, gus.

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  2. Muchas gracias mi querido Gustavo.
    Coincido, Maximiliano es original en sus microrrelatos.
    Saluditos y abrazos
    Analía

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