lunes, 9 de abril de 2007

Alfredo Di Bernardo

Breve historia del hombre alto

Hubo una vez un hombre tan pero tan alto, que con sólo ponerse de pie, abrir los ojos y mirar hacia adelante, era capaz de leer las verdades escritas en las nubes.
La gente común admiraba su enorme altura. Él, en cambio, renegando abiertamente de su don, profesó toda su vida una melancólica envidia hacia los hombres bajos.
Nunca se resignó a su triste suerte de poder descifrar verdades allí donde los otros, plácidos y felices, veían solamente una nube.


Los ángeles y los puentes

Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes. Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.
Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.


Dios imperfecto


Desde el refugio situado en lo alto de la montaña, el Dios observa incrédulo las columnas de caminantes que, sin cesar, siguen acercándose por los cuatro puntos cardinales. Surgidos desde las entrañas del horizonte, millones de peregrinos marchan jubilosos hacia el lugar, dispuestos a ofrecer su profundo agradecimiento a aquél que los ha salvado.
Vencido por la culpa, el Dios menea la cabeza con melancólica resignación. “No entienden”, se dice, “no entienden que todo lo hice por mí”. Y vuelve a esconderse, infinitamente avergonzado.


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La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.
Oscar Wilde

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