miércoles, 7 de marzo de 2007

Eduardo Galeano

Isadora

Descalza, desnuda, apenas envuelta en la bandera argentina, Isadora Duncan baila el himno nacional.
Una noche de 1916 comete esta osadía, en un café de estudiantes de Buenos Aires, y a la mañana siguiente todo el mundo lo sabe: el empresario rompe el contrato, las buenas familias devuelven sus entradas al Teatro Colón y la prensa exige la expulsión inmediata de esta pecadora norteamericana que ha venido a la Argentina a mancillar los símbolos patrios.
Isadora no entiende nada. Ningún francés protestó cuando ella bailó la Marsellesa con un chal rojo por todo vestido. Si se puede bailar una emoción, si se puede bailar una idea, ¿por qué no se puede bailar un himno?
La libertad ofende. Mujer de ojos brillantes, Isadora es enemiga declarada de la escuela, el matrimonio, la danza clásica y de todo lo que enjaule al viento. Ella baila porque bailando goza, y baila lo que quiere, cuando quiere y como quiere, y las orquestas callan ante la música que nace de su cuerpo.

De Memoria del Fuego


Celebración de la voz humana/2

Tenían las manos atadas, o esposadas, y sin embargo los dedos danzaban, volaban, dibujaban palabras. Los presos estaban encapuchados; pero inclinándose alcanzaban a ver algo, alguito, por abajo. Aunque hablar estaba prohibido, ellos conversaban con las manos.
Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que en prisión aprendió sin profesor:
-Algunos teníamos mala letra –me dijo-. Otros eran unos artistas de la caligrafía.
La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie: en cárceles y cuarteles, y en todo el país, la comunicación era delito.
Algunos presos pasaron más de diez años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores. Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a través de la pared. Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores; discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuesta.
Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.

De El libro de los abrazos


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Yo grito mi protesta porque sueño con un mundo nuevo donde los hombres no se arrastren sometidos por la charca viscosa de la adulonería. Porque sé que en el hijo que tengo me renuevo y quiero para él que por dentro viva erguido, libre y generoso como el amanecer de cada día…
Osvaldo Ardizzone

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